He visto a la niña sin rostro. Tiene botitas rojas, saco azul y cabellos blancos de raíces negras. Su cuerpo, pequeño y lechoso. Su esencia, casi transparente, como preparándose para desaparecer en cualquier momento.
- ¿Y tu rostro?
¡Qué experiencia! Mi compañero francés diría << bizarre mon amie >>. Palabras e imágenes penetraban en mi medula, luego al inconciente, de ahí a mis oídos y pupilas. Veía, escuchaba su respuesta claramente.
- Quédate en mi casa Andy, ¿Te puedo decir Andy?
Asintió con su pequeña cabeza sin rostro.
Se quedó en casa por casi un año hasta que desapareció sin dejar rastro.
La niña, Andy, era fácil de mantener. Sí, son los beneficios de no tener rostro. No comía ni tomaba, no necesitaba más que una cama. Y lo mejor, no hablaba. Era buena receptora, se manejaba con su mente para todo.
Los días de sol le gustaba que la lleve al parque. Teníamos conversaciones eternas, hasta cuando no estábamos juntos.
Las imágenes y sonidos que transmitía a mi cabeza no tienen descripción. Lo único que puedo decirles con burdas palabras en un papel es lo que me dijo un día de lluvia.
-No tengo rostro porque no lo necesito. El día que quiera te pido que me hagas uno.
Ese pequeño pedazo de conversación inició una cadena causal sin retorno.
Estaba por cumplirse un año de la llegada de Andy. Me encerré durante semanas en el taller para hacerle su regalo. Un rostro perfecto. Lo que más me costo fue encontrar el color, ese color de galletita de leche.
Llegado el momento le di su regalo. ¡Qué estúpido!
Lo abrió, lo tocó con sus manitos, se metió bien adentro mío y me dijo:
-No entendiste nada.
Y así era, no había entendido nada.
Tras ese torbellino de furias y calmas ella desapareció. Vacilé, no sabía que hacer. Me acosté en su cama y bien despacito llevé mis manos a la cara. Me saqué el rostro, como despegando el plástico que cubre las pantallas de algunos aparatos electrónicos.
Me llaman Andrés ahora, Andy para los amigos.
babia. 09